Opinión

Siete minutos de belleza

En la primavera de 1942, un joven de 18 años trepó por la torre de una academia militar y robó la campana en su interior. La arrastró 200 metros y decidió incendiarla. Para fingir inocencia, formó parte del comité que investigaba el suceso. Nadie lo descubrió entonces, pero semanas después fue expulsado por otro nuevo lío. Así fue como el actor Marlon Brando (Estados Unidos, 1924-2004) llegó a Nueva York y se hizo actor.
Marlon Brando. AEP
photo_camera Marlon Brando. AEP

Hace un siglo que el hombre llamado a cambiar tres estándares llegó al mundo. Marlon Brando está detrás de la transformación de la belleza en pantalla, de la masculinidad en la calle y de la calidad de los actores. Todo ello, sin embargo, no supuso un trabajo en el que dejarse la piel, sino un asunto de naturalidad. La vida y las experiencias casi únicas que el actor experimentó fueron la base para cada mueca, cada lágrima, cada causa social apoyada y cada aventura romántica acometida. Antes que todo eso, de sus 40 películas, estuvo Bud, un chico de Nebraska.

En Omaha, la ciudad más poblada de Nebraska, la vida puede resultar muy aburrida o común. En el caso de la familia Brando, esto habría sido una bendición. El matrimonio de Dorothy y Marlon había dado lugar a un hijo, de mismo nombre que el padre, y dos hijas; pero a muchísimos conflictos, incontables. El marido pertenecía a la industria química y además de viajar con extrema frecuencia, también forzaba a mudarse a su familia cada cierto tiempo. Eso sirvió para nutrir el alcoholismo de su esposa, una actriz que ahora es reconocida como una pieza fundamental para el teatro de Nebraska.

La ley seca agrió más la relación entre ambos y el resultado lógico fue un matrimonio bélico, en pie de guerra constante y con las manos en las botellas en ambos casos. Padre y madre, alcohólicos y con tendencias autodestructivas. El hombre acometía palizas contra su esposa y sus hijos, contra la casa, contra todo; para luego desaparecer en otro de sus viajes o con sus amantes. La mujer se escondía a diario en los bares, se emborrachaba y se desnudaba en público, llevaba a sus amantes a casa y en casi todas las ocasiones, su hijo Marlon era el encargado de poner fin a la situación.

La necesidad se cebaba con una familia que terminó mudándose finalmente a una granja de Illinois, donde se establecieron para siempre. Marlon Brando estaba marcado por el fracaso escolar, un auténtico desastre educativo que solo gastaba tiempo en pensar gamberradas. Vivía para llamar la atención, excepto cuando la conseguía por su inusual belleza. Ser guapo molestaba a aquel joven, lo hacía desde que era niño. Tal fue su frustración con ser bello que confesó en sus memorias haberse autolesionado por ello y trabajar durante años para ser más feo, desaliñado, poco higiénico.

Marlon tomó como ejemplo de familia la de su niñera. Con ella experimentó el despertar sexual a los 4 años, cuando deseó por primera vez a una mujer, y en sus últimos momentos confesó que había vivido persiguiendo el recuerdo de aquella joven, sensual y maternal al mismo tiempo, que también lo había abandonado.

En las idas y venidas del matrimonio, Brando fue ganando fama de burlón en la localidad por su gran capacidad para imitar los gestos de sus vecinos y amigos. En cierto modo, su fijación de aquella época en que nada importaba y nada era verdaderamente real parecía estar ligada a la fe de su hogar. La religión que regía la casa de sus padres era la ciencia cristiana, dogma que explica que la enfermedad es siempre mental y puede curarse con pensamientos o que el mundo es una ilusión previa al cielo.

Después de un sinfín de centros educativos, por cuyos pasillos llegó a conducir una moto en una de sus gamberradas, sus padres pensaron en rendirse. Salvo tocar la batería, las motos y las bromas, nada parecía importarle. Perdió un trabajo como acomodador de cine por negarse a vestir camiseta bajo la chaqueta y, para vengarse, llenó el sistema de ventilación del local con brócoli y queso podridos. En ese punto de desesperación, su padre lo envía a una academia militar para enderezarlo.

No pudo ser soldado en la Segunda Guerra Mundial por una lesión de rodilla sufrida jugando al fútbol y su paso por la institución militar no parecía diferente al resto. Pese al método y el castigo, nada frenaba a Brando en su picaresca, poco había cambiado desde que en la guardería se había colado bajo la falda de la profesora. Todo ello derivó en su expulsión y, con eso, en 1943 puso rumbo a Nueva York, donde vivían sus hermanas.

En la ciudad trabajó cavando zanjas, como mozo, como ascensorista y como cocinero, pero no fue hasta que paseó por Greenwich Village que encontró su vocación de actor. Su fama de mujeriego lo lleva a seguir a las mujeres hasta que encuentra la puerta del Actor’s Studio. En las aulas de la reverenciada Stella Adler, discípula de Konstantin Stanislavski, aprendió el método del maestro ruso, pero ajustado al estilo de su mentora.

Marlon Brando se encontró cómodo y complaciente con un modo de interpretación que apela todavía hoy a buscar la realidad del personaje, a construirlo desde la imaginación y la verdad para que parezcan humanos y no caricaturas. Pronto, destacó sobre el resto e impresionaba sin cesar a su maestra. La inusual belleza de aquel joven, que tanto dejaba entrever una ruda fiereza como una delicadeza inusual en los hombres, se combinaba con inteligencia y valentía. Por ejemplo, en el ejercicio de actuar como gallinas ante una crisis nuclear toda la clase comenzó a correr en pánico, mientras que Marlon se limitó a poner un huevo. Al ser cuestionado, argumentó que las gallinas no saben nada de energía nuclear.

Su paso por Actor's Studio contribuyó a dar forma a sus habilidades dramáticas, sació sus deseos al acostarse tanto con su mentora como con la hija de esta y otras alumnas, le granjeó contactos como el cineasta Elia Kazan y, con todo, armó un arsenal de herramientas para la vida. Así, un año después de formarse, debutó en Broadway y formó parte de dos producciones, una de Bernard Shaw. La prensa y el circuito de especialistas elogiaban este nuevo talento, pero el verdadero escopetazo lo dio la icónica crítica Pauline Kael tras verlo en la minúscula obra Truckline Cafe. Escribió: "Fue tan realista que creí que el actor sufrió un verdadero ataque".

Con una decena de obras de teatro muy dispares entre sí bajo el brazo, Brando fue propuesto por Elia Kazan como protagonista para Un tranvía llamado deseo en Broadway. El dramaturgo Tennesse Williams guardaba reticencias. Más avispado que el resto, Marlon se presentó en casa de Williams porque había sabido que los plomos de su casa daban problemas a la red eléctrica. Solucionó el problema y consiguió leerle parte del guion. Brando sería Stanley Kowalski y Williams recordaría siempre aquella lectura como una de las mejores de su vida.

El arrollador éxito de la obra y, en concreto, de Marlon Brando como Kowalski, supusieron una revolución. Fue la justificación para que aquel talento joven diese el salto al cine antes de ser más mayor, pues sumaba 25 años. Se embarcó en la cinta Hombres, que supuso su debut. Comprendió el dolor de los soldados tras convivir con ellos en un hospital durante un mes y así trasladó su inquietante papel de enfermo militar. La crítica fue unánime en las alabanzas.

La adaptación a cine de Un tranvía llamado deseo fue la siguiente parada, una que hizo saltar por los aires a Hollywood. La explosión sexual y la verdad dramática de Marlon Brando en pantalla cambiaron el cine en 1951. Las imágenes en camisetas de tirantes húmedas, pegadas al torso del actor y dejando a la vista sus brazos, dinamitaron la intimidad masculina y esa prenda de ropa, entre otras, comenzó a salir a la calle. Además, la sensibilidad y las emociones, como si fuesen la ropa interior del alma, también se volvieron más visibles. Kowalski, a través de Marlon Brando, revolucionó la identidad del hombre moderno para satisfacer sus propios deseos.

Marlon Brando abrió la puerta a que los hombres comunes sufrieran y gozasen sin esconderse, siempre desde la absoluta imperfección. El cuerpo masculino pasó a ser parte de la conversación y el suyo, musculado pero natural, era un ejemplo del nuevo canon. La cara angelical, casi asexuada, con frecuente mueca de indiferencia contrastaba con la rudeza innegable de un hombre feroz, pasional. Por eso, a lo largo de su vida logró mantener romances con Marilyn Monroe, James Dean, Sophia Loren, Burt Lancaster, Rita Moreno, Jackie Kennedy, Montgomery Clift, Ava Gardner, Ingrid Bergman, Leonard Bernstein, Anna Magnani, Edith Piaf o Marvin Gaye, entre una lista enorme, bisexual y clasificada.

Tras encarnar a Emiliano Zapata y Julio César, Marlon Brando dio vida al espíritu de camb,io y la rebeldía en The Wild One símbolo de la transformación juvenil en Estados Unidos. El cuero, las motos y la tela vaquera tomaban el espacio simbólico para reformar la masculinidad que el propio actor inoculaba en la sociedad. Al ganar su primer premio Oscar a los 30 años por La ley del silencio al año siguiente, Marlon Brando se garantizaba un hueco para siempre en Hollywood. Más que eso, había dinamitado el sistema de actores y ahora se diferenciaban la antigua escuela de la nueva, la que él introdujo con su método y que Paul Newman, Robert De Niro, Al Pacino o Jack Nicholson han aupado. El actor dejó de ser marioneta para ser lienzo.

En 1956, durante el rodaje de Sayonara y antes comenzar la década de declive de su carrera, Marlon Brando accedió a ser entrevistado por Truman Capote. El resultado fue histórico y dejó ver al humano tras el bello rostro, pero también al monstruo. De aquella pieza de literatura destaca una confesión del actor: “Siempre me entusiasmo por alguna cosa, pero no me dura más de siete minutos. Exactamente siete minutos. Ese es el límite. Nunca sé ni siquiera por qué me levanto por la mañana”. Esta declaración anticipó lo que pasaría con su carrera y que la belleza tanto física como dramática, solo había durado siete minutos para él.

Marlon Brando inició una época frenética de trabajo al mismo tiempo que su vida personal e imparables escándalos salpicaron a la sociedad. Sus amores, sus enfados, sus peleas, sus salidas de tono y, sobre todo, los incontables problemas que suponía trabajar con él. Dejó de memorizar los textos, se reía de los directores, humillaba a sus compañeros e improvisaba escenas enteras. Trabajó con todos los intérpretes y cineastas que debía, incluso se convirtió en director con El rostro impenetrable (1961), un western de culto. Muertas las ganas, solo quedaba el dinero, por ello en 1962 pasó a la historia como el primer actor en cobrar un millón de dólares por un papel.

A comienzos de los años 70, Marlon acarreaba dos divorcios que habían rematado su presencia mediática, cientos de páginas de prensa amarilla sobre sus muchos conflictos y la desazón por su oficio era oficial. Prácticamente no actuaba. El escritor Mario Puzo tuvo que convencerlo para que interpretase a Vito Corleone en El padrino, uno de los papeles más memorables de la historia del cine, junto a Coppola. Desde su isla privada en Tahití decidió llevar la contraria a las grandes productoras y someterse a todas sus órdenes. Al recibir el premio Oscar por segunda vez, Brando envió a la activista indígena Sacheen Littlefeather a recogerlo en un momento para la hemeroteca.

El llamativo cambio de aspecto impidió a Marlon continuar con su carrera de icono sexual, ya que su visible sobrepeso y un envejecimiento acelerado habían transformado su físico. Se comprometió a actuar como padre de Superman en la película, cobró 4 millones de dólares por 10 minutos de metraje y leyó todo el texto en cartulinas pegadas en el set. Su pereza era insólita. En 1979, Coppola lo rescató para Apocalypse Now pero la tónica fue similar, sin texto memorizado, rapado y con un sobrepeso que impedía la credibilidad de su papel. Desde entonces hasta su muerte, Brando apareció en 9 películas más, siempre por dinero.

El suicidio de una de sus 11 hijos, sucedido tras el asesinato de su pareja a manos de otro hijo del actor, ingresado luego en prisión, marcó los últimos años de Marlon Brando. Envejeció con una escueta pensión y tuvo que recurrir a la ayuda de sus amistades, como Michael Jackson, quien rodó por última vez con el actor como parte de un videoclip; o grabar anuncios por dinero. Alcanzó los 140 kilos de peso, vendió todas sus propiedades, rozó la indigencia y contó casi todos sus recuerdos al mejor tabloide, al tiempo que nuevas historias de abuso, como la violación anal con mantequilla a Maria Schneider en El último tango en París, salían a la luz.

En el final de sus días, Marlon Brando confesó que todo lo que había hecho en la vida tenía un origen común: su madre, el verdadero y único amor que había conocido. Todas las muecas, todas sus habilidades como actor, provenían de aquellas noches en las que cuidaba de su madre ebria e imitaba el mugir de las vacas, el trinar de las aves o el ladrar de los perros para alejarla de las peores ideas y, en última instancia, de sí misma.

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