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Escapando del diésel y la gasolina

Los cafés se llenan con gente sin nada que decirse y, en las casas, la gente cuenta a sus ficus planes secretos

UNA TARDE descubrí a mi padre hablando solo en el coche. Yo volvía del colegio y él se había parado en un semáforo. Intrigado, lo observé desde la acera. Esa noche, después de darle vueltas, le dije a mi madre: "Papá se está volviendo loco". Ella me miró en silencio. Fue solo un segundo, pero consiguió asustarme. Luego sonrió y me mandó a la cama diciendo que, con el trabajo que daba, acabaríamos todos tarados.

Se dice que los locos abundan en las ciudades con viento y quizá por eso A Coruña se llena de personas que hablan solas. Tal vez el nordés haya encontrado la manera de colarse en nuestros sesos, como una corriente que abre la ventana y desordena el escritorio. Ayer, sin ir más lejos, me embistió en la calle un adolescente que avanzaba a toda velocidad discutiendo consigo mismo. "Cabreado estoy,  cabreadísimo. Ni me imagino lo cabreado que estoy. ¿Es que no lo veo?", se preguntaba, abriéndose camino.

Cuando regreso a casa me cruzo en la estación con un loco que suelta discursos. Viste americana, fuma puritos y se pasea con un periódico bajo el brazo. Con grandes zancadas, va de un extremo al otro del hall despotricando de Trump, la corrupción o Bankia. Al verlo, la gente se aparta, temiendo el contagio. Yo, en cambio, me he encariñado porque le veo trazas de periodista. Sé bien que las redacciones desquician más que el viento.

Durante algún tiempo, también yo hablé solo. Acababa de mudarme a Bruselas y, obsesionado por aprender francés, seguía un curso de cuatro horas diarias. Al volver a casa caminando, ensayaba frases recién aprendidas. "Un verre de vin blanc", repetía luchando con las vocales. Por momentos, alguien me miraba de reojo; entonces sentía tanta vergüenza que fingía estar cantando.

Los cafés se llenan de parejas sin nada que decirse y, en las casas, la gente cuenta a sus ficus los planes secretos para cambiar de vida. Mi amigo Chema cree que las cosas se ponen feas. Hace poco me confesó que hay días en los que se va a la cama con la sensación de que nadie le ha dicho nada interesante. Cada bronca del jefe que escucha, cada increíble batallita de un hijo que le cuentan o cada frase que empieza por no-te-lo-vas-a-creer es la misma bronca, la misma batallita y el mismo no-te-lo-vas-a-creer de siempre y, mientras Chema me aburre describiendo su pegajoso tedio, pienso que tal vez esos locos que hablan solos en la calle son solo cuerdos evitando discutir de nuevo si el diésel o la gasolina.

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