Blog | Arquetipos

Vivir en lo humano

En este octubre que va a entrar se cumplirá un año de la muerte de la poeta norteamericana Louise Glück. Su poesía aborda el centro de lo humano al tiempo que atraviesa su trayectoria vital. Es su vida y la de todos, lo que escribe
2024091615500981910
photo_camera Louise Glück /AEP

El apellido Glück, como el de todos, cuenta una historia. La suya remite a paisajes húngaros y minorías perseguidas. Fueron sus abuelos judíos los que salieron de esa tierra convulsa para construir una vida, si no feliz, al menos pacífica, en Nueva York. Allí nacería su hijo Daniel, padre de Louise, quien, andando las décadas, se casaría con Beatrice Crosby, cuyo origen se sitúa más al este, en ese vasto, hermoso, y terrible territorio llamado Rusia. De la soledad y del silencio, del tiempo y de la muerte de los paisajes, de ese dolor y esa culpa, se ocupará la hija de ambos, la poeta Louise Glück, premio Nobel de Literatura en 2020, durante su toda su existencia. 

Porque empezó muy pronto a escribir poesía. A los 13 años terminó su primer libro y, aunque, después de intentarlo, no fue publicado, ya a esa edad, quedaba bastante dibujado el camino que quería seguir. La familia para entonces vivía en Long Island y había sufrido la muerte de la hija mayor, cuya ausencia será, en muchas ocasiones, un montón de palabras pesadas puestas en un libro para que pesen menos sabiendo que siempre pesarán lo mismo: "Nuestra hermana muerta esperaba/ oculta en la cabeza de mi madre. / Nuestra hermana muerta no era/ hombre ni mujer. Era como un alma". La tercera hermana, la pequeña, también tendrá su lugar en los poemas de Louise. 

Pasó su adolescencia colocada al borde de un abismo. Sufrió acoso escolar, le diagnosticaron anorexia nerviosa y a los 16 años estuvo a punto de perder pie. Continuó sus estudios como en intermitencias, iba y volvía, cada vez más sombra rota. Continuó, no obstante. Terapia y, presumiblemente, una brutal fuerza de voluntad. 

Algunas de las cosas que sabemos respecto a los sentimientos de Glück acerca de su madre: "Mi madre quiere saber / por qué, si tanto odio / a la familia, / fundé una y la saqué adelante. No le contesto. / Lo que odiaba / era ser una niña, / no poder elegir / a quién amar. / No amo a mi hijo del modo en que pensé que le amaría. / Pensé que yo sería / el amante de orquídeas que descubre / trillium rojo creciendo / a la sombra de un pino / y no lo toca, no necesita / poseerlo. Pero soy / el científico / que se acerca a esa flor / con una lupa / y no la deja, / aunque el sol dibuje un círculo / quemado en torno / de la flor. De esta forma / más o menos, / quería a mi madre. / Debo aprender / a perdonarla, / puesto que soy incapaz / de perdonar la vida de mi hijo". En este poema titulado Círculo quemado, la poeta despliega la obsesión enfermiza, deja patente, por un lado, la necesidad de amor y, por otro, el desprendimiento mutuo, en circuito continuo madre-hija, de las capas que conformaban la individualidad de cada una. Quedando así una especie de rencor y culpa difícil de asir a no ser que seas, quizá, poeta.

De su padre también escribió, versos como estos: "La última vez que vi a mi padre, ambos hicimos la / misma cosa. / Él estaba de pie en la puerta del salón / esperando que yo terminase de hablar por teléfono. / Que no estuviera señalando su reloj / era un signo de que quería conversar. / Para nosotros, conversar era siempre lo mismo. / Él decía unas cuantas palabras. Yo respondía con otras. / Eso era todo". Había, pues, un margen de vacío suficiente como para necesitar escribirlo. Lo hizo tras su muerte en un poemario que tituló Ararat. Su padre fue inventor, regentaba, junto a su cuñado, una empresa de fabricación de herramientas de precisión para oficinas. Pero quiso ser escritor, y esa aspiración frustrada le pasó factura, convirtiéndose en alguien más sombra que presencia, situándose en un lugar muy frío, muy quieto. Allí donde su hija estaría a punto de caer, a sus 14, 15, 16 años. 

La ambición permanecía, pese a todo, en ese hogar en el que se recibían señales angustiosas entretejidas con la cotidianidad. Continuó sus estudios, de esa manera errática en que lo venía haciendo. Se matriculó en talleres de literatura y asistió a la Universidad de Columbia y, aunque no terminó sus estudios, dos profesores y poetas marcaron un punto de inflexión en su vida: Léonie Adams y Stanley-Jasspon Kunitz. Compaginó la escritura con un trabajo de secretaria, atravesó un matrimonio relámpago y publicó su primer poemario titulado Firstborn (Primogénita), en 1968. A partir de ese momento, las cosas le fueron bien. La invitaron a coloquios y le concedieron becas. Comenzó, también, a recibir premios. Se trasladó a vivir a Vermont y allí, en el Goodard College, empezó a dar clases. Conoció al que sería su segundo marido, profesor y escritor, John Dranow, y tuvo un hijo llamado Noah. El final de los sesenta y los setenta fueron años productivos, publicó dos libros más y fue configurando el que sería su estilo poético, lo que hoy conocemos, definimos y asociamos —de entre todas las voces— a su voz.

La muerte de su padre terminó en poesía

Que afiló, pulió, dimensionó a lo largo de los años ochenta. Con otro libro. Entonces, un incendio. En el que perdió media vida, o más, y del que se tuvo que recomponer como acostumbraba: escribiendo poemas cuyo resultado fue su cuarto poemario titulado Triumph of Achilles (La victoria de Aquiles), publicado en 1985 y merecedor de los premios Melville Kane Award de la Poetry Society of America y National Book Critics Circle. Entonces, la muerte de su padre. Que realmente terminó en poesía. En el libro Ararat, que es una búsqueda, que es un grito, que es una pregunta y un estilo definitivo que nunca lo es porque volverá a romperlo un poco más adelante. Pongamos identificable. Un estilo identificable. Ararat hace referencia al cementerio judío de Nueva York donde fue enterrado su padre y donde también yacía su hermana, la primogénita. Los que se fueron y las que quedaron, esa grieta: "Hay una grieta en el alma humana que no fue construida para pertenecer por completo a la vida". Y entonces, el silencio.

Tras la escritura de Ararat ganó prestigiosos premios, sin embargo, no fue capaz de seguir escribiendo. Durante esa nada creativa que vivió lo único que pudo hacer fue trabajar en su jardín, mirar su jardín, habitar su jardín. Y, de pronto, como en torrente, escribió The Wild Iris (El iris salvaje) que, en 1993, ganaría el premio Pulitzer y el William Carlos Williams, de la Poetry Society os America. Se sucedieron los reconocimientos, para ese momento, Louise Glück era la referencia indiscutible de la poesía norteamericana. Entonces, su marido. Se separan y ella escribe Meadowlands (Praderas) y los poemas vuelven a ser exploraciones de su voz metida en el desamor, en el fracaso del matrimonio, en la soledad y, de nuevo en la pregunta. Si es posible un renacer. Con su nueva obra Vita nova, cerró el siglo XX. Y en el XXI acumuló los más prestigiosos premios que existen con cinco libros más. Barack Obama le colgó, en 2016, la Medalla Nacional de Humanidades. El premio Nobel lo recibió con honor y extrañeza y le permitió comprarse una casa, que era lo que quería. Como nunca le gustaron las entrevistas, ese día, con el teléfono atronando, dio la impresión de que para ella fue, más bien, una pesadilla. A la pregunta de su primer entrevistador acerca de la significación del premio, ella contestó: "Ese un tema demasiado grande y aquí es muy temprano por la mañana, apenas son las siete".

A pesar de que su biografía se encuentra entretejida en su obra poética, nunca fue una poeta confesional al uso. Su voz va más allá de sí misma sin —sorprendente, mágicamente— salir de ahí: "Me sentí atraída, entonces como ahora, por la solitaria voz humana, levantada en lamento o anhelo. Y los poetas a los que volví a medida que envejecía eran los poetas en cuya obra desempeñaba, como oyente elegido, un papel crucial, íntimo, seductor, muchas veces furtivo o clandestino. No poetas de estadio. No poetas hablando consigo mismos".

Tres años después, a los 80, moriría: "Estoy cansada de tener manos. Quiero alas. Estoy cansada de lo humano. Quiero vivir en el sol". Aunque el sol, ella también lo escribió, también tenga sus problemas.

Comentarios