Opinión

Trivial, categoría azul

Trivial. WIKIMEDIA
photo_camera Trivial. WIKIMEDIA

Recuerdo la respuesta y soy incapaz de adivinar la pregunta. Fue en 2019, en el pub Medusa en Santiago. Unos amigos y yo jugábamos al Trivial, con sus tarjetas, sus quesos de colores y categorías. Tiré el dado y fui a la casilla azul. Geografía. Pregunta formulada y supe la respuesta: República Checa. Oí cómo me decían que era incorrecto. Checoslovaquia. Ese Trivial era del año 90. Todo cambió durante la partida.

Las respuestas pivotaron en ocasiones en términos como URSS, Yugoslavia y en pensamiento retroactivo, en especial a la hora de hablar de tecnología, ciencia o artes para revivir conceptos como el fax, la crisis del sida o Titanic, que todavía no existía. Tres décadas y poco nos separan de aquel año y para los presentes, algunos incluso que lo habían vivido, supuso todo un reto jugar con mentalidad del pasado. Pero aquello sembró una reflexión que ha germinado en los últimos meses.

La generación de mis padres e incluso personas más jóvenes, podríamos decir en su cuarentena, recuerdan la Guerra de los Balcanes y la disolución de Yugoslavia como un punto crítico. La guerra en Europa y no a las puertas, como gusta decir últimamente. Se convirtió en un ejemplo comparativo de dolor para escuchar en tiempos futuros la frase: "Esto va a pasar como en los Balcanes, hermanos contra hermanos". Fue un momento histórico para el miedo a la guerra, más todavía si se tienen en cuenta las raíces ponzoñosas de aquel desastre bélico.

La disolución de Yugoslavia, o la caída de la URSS aunque con menos efecto lacrimógeno,  puso de manifiesto algo que en los tiempos presentes pasa desapercibido, especialmente en Occidente, aunque llena las páginas de los libros de Historia en la ESO. Los estados y los países, al igual que los seres vivos, se transforman, crecen o merman, mueren y, finalmente, desaparecen. La sociedad en la que vivimos da por sentado el orden actual de las fronteras, pero este espejismo es peligroso. La geopolítica no cambia sus integrantes de manera natural como una banda municipal de música y la desaparición de las naciones suele vincularse, precisamente, a la aniquilación bélica.

Llegados a este punto, invito a quien lee a tirar los dados conmigo en una partida de Trivial improvisada. Suena el cubo contra el tablero y marca un 5. Movemos la ficha y caemos en una casilla de quesito. ¡Ojo! Si acierta, ganará la pieza azul, categoría de geografía. Lanzo la pregunta. ¿En qué año sufrió Palestina el desalojo de Gaza, Rafah y un genocidio contra sus mujeres y menores? Le animo a pensarlo bien, seguro que lo sabe. Y si pierde el sueño, seguro que no es por la respuesta.

Durante los últimos meses, por la pantalla de mi teléfono han desfilado incontables cantidades de cadáveres desmembrados y atrocidades que escapan a la política, a la cultura. Actos que no ocupan de manera natural otra sección en un periódico que la de necrológicas. Me impactó un padre que acercaba a su bebé decapitado a las cámaras para que viéramos el horror. Y entonces regresé al pub Medusa, a la categoría azul y, en vista de la inacción general, comencé a asimilar que Palestina pasaría a ser en pasado una pregunta más y, con el tiempo suficiente, una cuestión sobre la que pensar retroactivamente. “¿Esto sucedió cuando era Palestina todavía o ya cuando todo fue Israel?”.

Vuelvo a mi yo de la Eso, que como tantas otras personas, estudiaba lo ocurrido durante el exterminio nazi al pueblo judío, etnias, mujeres, comunistas y socialistas, pueblo gitano y un largo etcétera de personas aniquiladas en campos de concentración, trabajo y otras variantes. Pensaba que cómo podía ser, que cómo la gente no hacía nada, no reventaban las calles y exigían el cese inmediato. Ahora me encuentro en presente repitiendo casi cada día que que el genocidio es en directo, que las televisiones lo muestran y en redes sociales se encuentra lo que nunca un humano debería ver y, muchísimmo menos, vivir. Y recaigo en la cotidianeidad con olor a cámara de gas de La zona de interés y, con incredulidad, acudo a las elecciones europeas con el resultado más de extrema derecha. Ya no solo es pena o rabia o incredulidad, es la voluntad de no querer acostumbrarme y normalizar.

En los treinta años que separan la desaparición de Yugoslavia y el exterminio palestino, son otros muchos factores los que han cambiado y que se entrelazan. Lo explican bien en el podcast de la revista 5W. Francia, uno de los países cuna de la Unión Europea, avanza inexorablemente hacia su propia extrema derecha. Las mismas tres décadas ponen el mismo apellido en la palestra: Le Pen. Mientras que Chirac logró concentrar el 82% del voto contra Jean-Marie Le Pen en las presidenciales de 2002, su hija Marie ha logrado imponerse y duplicar al partido del gobierno en las recientes europeas. Y en presente, es el bloque al que pertenecen Le Pen y otros monstruos de apellidos conocidos los que brindan el apoyo a Israel en su vorágine de destrucción.

No sé si todo esto sirve para alguna categoría además de la azul, quizás la amarilla por ser historia o la verde, que es ciencia, si preguntan por los químicos utilizados sobre el pueblo palestino. Tengo claro que lo siguiente pertenece a la categoría rosa, de arte y entretenimiento. Durante el Primavera Sound de Oporto, al que asistí, el grupo punk estadounidense Mannequin Pussy dio un alegato claro contra el gobierno de su país y levantó al público en sus proclamas por Palestina. Horas más tarde y sobre el mismo escenario, la compatriota banda folk The National pareció olvidar que estaban lejos de casa y pidió el voto por Joe Biden y "Fuck, Trump!”. El público no lo celebró con fervor. Con retraso y con vergüenza, aún estamos a tiempo de ganar un quesito blanco por la categoría de Paz, Reparación y Justicia.

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